El camino se disfruta sin prisa

Por Benjamín Franco Mariscal

Aún me quedaban cien horas de vuelo para terminar la carrera de piloto y, caminando por los pasillos de la escuela, me preguntaba cuál sería la forma más rápida de cumplir con esas horas. Sentía una urgencia por finalizar mis estudios para poder obtener un empleo en alguna aerolínea. Ese siempre fue el objetivo. Pero la urgencia no llevaría a nada bueno y el día que conocí a Manuel aprendí que el camino se disfruta sin prisa.

—¡Hola, tío! Me dice Brad que quieres hacer horas —dijo Manuel, un chico de España que estaba terminando su preparación como instructor.  

—Hola —dije —Sí, ¿qué más te dijo Brad?

—Que quieres acabar pronto, y para eso estoy aquí.

—¿Ah, si?

—Sí, tío, yo necesito hacer horas, y pues nada, creo que podríamos volar juntos.

—¿Qué propones?

—¿Ya te vas a casa?

—Sí, de hecho esta llegando la transportación.

—Vale, si quieres ahora podemos ir a Austin.

—¿De verdad? —pregunté emocionado, pensando que si lograba hacer vuelos de ese tipo, tal vez conseguiría terminar pronto.

—Sí, tío, venga. Compramos algo de comer y nos vamos.

—¿Podemos usar el avión? Normalmente tienen que agendarlo.

—Ay, hombre, pero si yo soy instructor. Ya tengo las llaves de la escuela. Yo me encargo.

            No tardamos mucho en comprar comida en un restaurante de sandwiches cercano a la escuela y posterior a ello, Manuel me dijo que esperara en la recepción, ya vacía, de la escuela mientras él hacía una llamada. El silencio inundaba la sala y yo miraba a través de un cristal cómo Manuel agitaba las manos con entusiasmo. No tardó más de cinco minutos cuando ya estaba afuera conmigo.

—Venga, vamos, ya está todo listo.

—¡Pues vamos! —de alguna forma él también me demostró tener una prisa por volar.

            Emprendimos el vuelo a la ciudad de Austin, el cual duraría una hora y media de ida y probablemente lo mismo sería de regreso. Dentro del avión modelo Cessna 172, no había comodidades de un avión comercial, tales como un baño, o grandes pantallas de navegación. Éramos sólo dos pilotos con seis instrumentos primarios y una buena charla para mantenernos despiertos.

Fue en la ruta, cuando Manuel me contó todo sobre sus planes a futuro. Él se encontraba terminando sus estudios como instructor y debía acumular mil horas de vuelo para poder aplicar a una aerolínea en España. A mi me faltaban cien, a él mil. La comparación me dio cierto alivio, pero de igual forma regresó esa sensación de urgencia.

—¿Por qué tienes prisa? —preguntó Manuel.

—Porque ya tengo veintiseis años y no quiero seguir perdiendo el tiempo.

—¿A esto le llamas perder el tiempo? —Manuel señaló por la ventana el atardecer hermoso y simple, con un cielo despejado y tres colores: azul, naranja y negro.

—Es que siento que ya debo trabajar, ya estoy grande, Manuel.

—¡Yo estoy grande, tío! Tengo treintaitrés. Yo llevo prisa. Tú disfruta del camino, amigo —me dijo.

            Llegando a Austin me ayudó a solicitar una aproximación de precisión y mientras volaba en la sección final de ésta, pude ver cómo los aviones grandes, probablemente de aerolíneas comerciales o cargueras, esperaban con paciencia y con ambos motores encendidos a que el alumno aterrizara. A Manuel y a mí nos dio pena pero también fue motivo de muchas risas.

—¡Pobres! Esperando a que la mosquita voladora termine su vuelo, hubieras llegado con más velocidad —dijo Manuel.

—¡Pero yo que iba a saber! —los dos reíamos descontrolados pero concentrados en lo que hacíamos.

Al aterrizar llegamos al FBO y solicitamos recargar combustible. En ese momento Manuel me preguntó si llevaba dinero en efectivo, pero le dije que sólo tenía veinte dólares.

—Venga, pues lo intentaremos así —dijo Manuel mientras contaba su dinero.

—¿Todo bien? —pregunté confundido.

—Sí, es que aún no tengo tarjeta de crédito de la escuela, pero vale, yo pago el combustible con mi dinero y seguro me lo reembolsan. No es ningún problema. Venga, ¿estás listo?

            Volvimos a despegar, esta vez con dirección de vuelta a la ciudad de Dallas. Ya era de noche y debajo de nosotros se alcanzaban a ver los autos marchando lento por las carreteras. Nosotros avanzábamos rápido, igual de rápido como me hubiera gustado terminar las horas de vuelo o igual de rápido como me hubiera gustado hacer la aproximación en Austin. Nuevamente la sensación de prisa empantanó mis pensamientos.

Todo pintó bien en nuestro pequeño avión pasados los treinta minutos de vuelo, pero esa flecha blanca estaba bajando a niveles amarillos. El combustible se terminaba y tal vez no sería posible llegar a nuestro destino. Fue necesario bajar en un aeropuerto no controlado, de esos que sólo tienen la pista de aterrizaje y un par de edificios abandonados. Ahí tendríamos que buscar la forma de recargar.  

Estando en tierra, Manuel bajó del avión y se acercó a la única bomba de combustible del aeropuerto, pero por supuesto estaba descompuesta. Entonces, intentó llamar por teléfono, pero no logró comunicarse con nadie. Lo vi desesperado y nervioso. Yo, por el contrario, estaba emocionado. Tal vez sería necesario quedarnos ahí esa noche y ser rescatados la mañana siguiente.

—Debí saberlo, el combustible no era suficiente —dijo.

—No te preocupes, Manuel, mañana vemos qué podemos hacer. De igual forma van a preguntar por nosotros.

—Es que me pueden correr, y apenas estoy empezando.

—¿Por qué?

—Por poner a un alumno en riesgo.

—No te preocupes, no pasará nada.

            Nos sentamos dentro del avión y charlamos unos minutos. No pasó mucho tiempo para que Manuel se durmiera primero, y yo me quedé un rato observando el panorama. Todo era negro y silencioso alrededor del aeropuerto. Estábamos en un lugar desolado, esperando que amaneciera. Fue el momento perfecto para darme cuenta que el viaje es más placentero cuando no hay premura. Ese era el primer vuelo de las cien horas que debía completar.

—No puedo imaginarme cuántas cosas me van a suceder en los próximos vuelos. No hay prisa de llegar, sólo me debo asegurar de hacerlo, ni rápido ni lento. El camino se disfruta sin prisa —dije dentro de mi cabina de Cessna 172, en medio de la nada y a mitad de una noche infinitamente oscura, sin prisa para que amaneciera de nuevo.

Benjamín Franco Mariscal
Primer oficial en equipos Boeing 737 NG/MAX. Egresado de la facultad de arte de la Universidad de Auckland en Nueva Zelanda, con especialidad en cine y literatura inglesa. Autor del libro: Todas menos Sofía.