Aquella noche tocaba emprender vuelo partiendo de la Ciudad de México con destino a Lima. La preparación era diferente a uno convencional, en este caso se haría un vuelo EDTO, que sin entrar en tecnisismos significa, a grandes rasgos, que nuestros aeropuertos alternos se encontrarían a ciento veinte minutos de distancia y no a sesenta minutos como se da en rutas convencionales. Aquí haré un paréntesis sobre el concepto de distancia y tiempo que algunas veces es olvidado cuando se vuela de forma regular; es decir, nos acotumbramos a que el tiempo pase lento mientras volamos y miramos abajo, ahí pasa rápido, o eso parece. Es raro y diferente, siempre he pensado que es como si el tiempo se detuviera en el avión. Dos horas para poder aterrizar en algún aeropuerto, si lo pensamos fríamente, es mucho tiempo. Cierro el paréntesis para dejar este debate pendiente en otro texto.
Surgen sensaciones de paz a treinta y seis mil pies y con una ruta sobre el Océano Pacífico trasada en línea recta desde Huatulco hasta las costas de Perú. Todo aporta, la noche, la luna llena, la ausencia de turbulencia. Los radares no muestran nada a más de trescientas millas, pero la magia se acerca con cada segundo. Sin aviso previo se vislumbran los primeros relámpagos de una línea de tormentas que protege la entrada al hemisferio sur. Hablando de meteorolgía, las corrientes de viento y vapor de agua se mueven con vida propia a lo largo de todo el globo terraqueo, pero es cerca del Ecuador donde chocan, se juntan, se alían para ser una barrera. Nos dividen, o preparan para algo maravilloso.
Es siempre entre las latitudes Norte 10 y Norte 5 en donde se encuentra abundante nubosidad y tormentas. Es un corredor de unas cien millas de desvíos constantes, y también el lugar donde algo misterioso ocurre de forma repentina, el contacto radar con SENAMER se pierde. Nos quedamos sin comunicación, solo estamos acompañados del viento y de otros aviadores que navegan en la misma latitud. Ahora todo abona para crear una atmósfera de suspenso, y es curioso, al menos para mí, que en esa zona el peso siempre permite que se alcance nivel de vuelo 360 y 370 (dependiendo la dirección del vuelo), y a esos niveles normalmente son las cúspides de las tormentas. Entonces el avión navega en una especie de niebla, y los que son observadores miran hacia arriba; a pesar del silencio en el radio, y la nula visibilidad horizontal, no estamos perdidos, se alcanzan a ver las estrellas.
Con ayuda del radar elegimos la ruta menos tormentosa, y a veces solo queda usar como referencia los tres colores característicos del mismo: verde, amarillo y rojo. Verde es vida, dicen algunos comandantes, y es justo por la zona color verde por donde intentamos cruzar…
Ya recuperadas las comunicaciones, y habiendo cruzado el Ecuador:
—Cuando esté listo descienda a uno dos mil pies, altímetro uno cero uno seis —dice el controlador en centro de control Lima. A unas doscientas millas iniciamos el descenso en línea recta sobre la costa de Perú volando en paralelo a la cordillera de los Andes. La luna ilumina las cúspides cubiertas de nieve, y solo resta imaginar la mágia que tiene volar entre las montañas. El mejor ejemplo esta descrito en el diario de ruta del aeropuerto de Quito.
Aquella noche llegando a Lima nos sumergíamos a una ciudad oculta por las montañas. En una caída controlada con los asceleradores en idle, el avión hizo su trabajo, se redujo velocidad utilizando la navegación vertical y al canto de one thousand! El aroma fresco y suave a mariscos del puerto entró a la cabina. ¡Ah! El mar… por fin tierra. Desconecté el piloto automático y disfruté volar de forma manual hasta la pista 16 en el aeropuerto Jorge Chavez, recordando que durante seis horas de vuelo atravesamos tormentas y hemisferios.
Benjamín Franco Mariscal
Primer oficial en equipos Boeing 737 NG/MAX. Egresado de la facultad de arte de la Universidad de Auckland en Nueva Zelanda, con especialidad en cine y literatura inglesa. Autor del libro: Todas menos Sofía