Recordando grandes lecciones del pasado

Por Saúl Reza

 

De todas las decenas de rutas que tengo el privilegio de volar, mis favoritos son hacia la Florida. Es difícil determinar el por qué; quizá son los recuerdos que a través de los años este lugar ha escrito en mi memoria, o tal vez es por esa deslumbrante vista de los colores del mar turquesa, mezclándose con el azul profundo del cielo y el verde de la tierra.

Hace unos días descendíamos en la llegada a Miami con un Boeing 737 repleto de pasajeros. Conforme nos aproximábamos, a mi derecha observé Key West, la última de la islas del archipiélago de coral que se desprende de la península hacia el suroeste. Inevitablemente recordé un vuelo que experimenté desde esta isla, mucho antes de volar en aerolíneas, de esos que se te graban para toda la vida.

 

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Jamás había volado un avión con tantas personas abordo, por instantes me sentía piloteando uno de los grandes aviones de líneas aéreas.

 

En esa época estaba en proceso de obtener mi Certificado de Instructor de Vuelo para aviones multimotores de la Agencia Federal de Aviación de los Estados Unidos. Algunos fines de semana, rentaba un avión bimotor Piper PA-34 Seneca I en el pequeño aeropuerto de Massey Ranch al suroeste de Daytona Beach, para volar con mis amigos y al mismo tiempo acumular valiosas horas de experiencia. Cuando vuelas aviones pequeños de pistón, una Seneca se siente como un avión grande y pesado, tiene capacidad para transportar hasta 6 ocupantes y sus motores Lycoming IO-360-C1E6 generan un sonido grave que siempre me recordó al sonido de los motores de los bombarderos de la Segunda Guerra Mundial.

En aquellos días, probablemente tenía 250 horas de vuelo. Un sábado, decidí volar a Key West junto con mi mejor amigo Terrance (quien también se encontraba obteniendo su certificado de instructor) y otros 3 amigos. Jamás había volado un avión con tantas personas abordo, por instantes me sentía piloteando uno de los grandes aviones turborreactores de líneas aéreas.

La ruta de vuelo nos llevaría desde Massey Ranch, a través de la Península de Florida y el Lago Okeechobee, después sobrevolaríamos los pantanosos Everglades y más allá surcaríamos los cielos del Golfo de México antes de nuestra aproximación sobre las deslumbrantes y tranquilas aguas adyacentes a ¨The Keys¨. El tiempo total de vuelo era de dos horas y alcanzaríamos la vertiginosa altitud de 11,000 pies sobre el nivel del mar.

 

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La aproximación a ese pequeño aeropuerto siempre causa sorpresa en los pasajeros.

 

Después del despegue, nuestro primer tramo fue impecable. Terrance fue el Piloto Monitoreando y yo el Piloto Volando, las condiciones meteorológicas eran perfectas, sin turbulencia o nubes, lo que nos permitió disfrutar de el paisaje en plenitud. El avión, construido en 1972, vivió decenas de miles de horas en el aire sin embargo se desempeñó como si fuera nuevo. Yo me sentía en la cima del mundo, absorbiendo cada instante, viviendo mi sueño de volar, y dando lo mejor de mi para impresionar a mis primeros pasajeros.

La aproximación a ese pequeño aeropuerto siempre causa sorpresa en los pasajeros. Afortunadamente, realicé un aterrizaje suave, lo que para un piloto siempre es la firma y el punto final de un trabajo bien hecho. Después de estacionar el avión en la terminal ejecutiva (conocida como FBO, o ¨Fixed-Base Operator”), tomamos un taxi que nos llevó a Duval Street, la calle principal de la ciudad, en donde disfrutamos de una agradable tarde conociendo ese fascinante lugar.

Los detalles de nuestra breve estancia han ido desapareciendo de mi memoria, pero todos esos primeros vuelos continúan ahí como un tatuaje: no sabía nada y creía lo contrario. Tal vez, eso es parte de la naturaleza de aquellos a quienes nos apasiona la aviación y el estar en el cielo. Lo que más disfrutamos está en el movimiento, en la máquina, en el viento sobre nuestras alas, en el trayecto y en el aprendizaje. Las palabras del famoso poeta francés Charles Pierre Baudelaire en su poema ¨El Viaje¨ resuenan en mi mente; el escribió: ¨Nos vamos por el hecho de irnos. Sin saber el porque decimos: Debemos de partir¨. Ese día sería de mucho aprendizaje para mi.

 

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Todos esos primeros vuelos continúan en mi memoria como un tatuaje: no sabía nada y creía lo contrario.

 

El clima en Florida del año siempre ha sido benéfico para el desarrollo y la expansión de la industria aérea en la península. Con casi 365 días soleados al año, una orografía plana y a nivel del mar, casi cualquier día es bueno para emprender el vuelo. De vez en cuando hay huracanes (el último fue Wilma en 2005). La humedad y el calor combinados generan poderosas tormentas de masas de aire, que otorgan a este estado el título de: ¨La Capital del Mundo¨ en cuanto impactos de rayo. Las tormentas se forman con rapidez, ya que la fuerza de levantamiento generada por el calentamiento de la tierra es muy fuerte. A la vez, se disipan muy rápido ya que la lluvia que cae de ellas, enfría la tierra y por consiguiente reduce la temperatura ambiental que las alimenta. Nuestro sábado transcurría con tranquilidad en tierra, no así en el cielo de la zona sur de la península.

Terrance y yo comenzamos a preparar nuestro vuelo de regreso a Florida Central. La idea sería aterrizar en Orlando-Sanford International para dejar a nuestros pasajeros y posteriormente despegaríamos nuevamente para realizar un corto tramo de 10 minutos hacia el aeropuerto de Massey-Ranch, la base del avión. Buscábamos llegar a Massey con luz de día pues la pista es relativamente corta y está rodeada por árboles que representan un obstáculo para la aproximación. Recopilamos toda la información necesaria para realizar un vuelo seguro y nos dirigimos al avión; nuestra altitud de crucero sería de 12,000 pies y a lo largo de nuestra ruta probablemente estaríamos evadiendo zonas de tormenta al empezar a adentrarnos al continente.

 

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Aeropuerto de Key West.

 

Tras despegar, disfrutamos de una impresionante vista con formaciones de nubes sobre el Golfo de México y en poco tiempo comenzamos a maniobrar entre ellas desviándonos para evitarlas con la ayuda del centro de control de ruta de Miami. Mientras nuestro vuelo progresaba, escuchábamos las conversaciones del controlador de tráfico con los pilotos de otros aviones, todos se encontraban en la misma situación, buscando zonas de cielo sin turbulencia o rayos y sin precipitación.

Entre Terrance y yo hicimos lo que pudimos. Viramos hacia la izquierda y derecha como fuera necesario. Entonces, la vi, una cumulus que en contraste con el resto de las nubes se veía relativamente inofensiva se erigía adelante de nuestra Seneca; su cúspide no debía de encontrarse a más de 13,000 pies, parecía tener un diámetro de una milla náutica y reflejaba el sol de la tarde pintándose de un bellísimo color amarillo.

Mi mente inexperta no la consideró como una amenaza para nuestra aeronave, y a pesar de que sabía que ¨se sentiría algo de turbulencia por unos pocos segundos”, decidí atravesarla. La Agencia Federal de Aviación de los Estados Unidos define turbulencia severa como aquella que ¨causa grandes y abruptos cambios de altitud y/o actitud, causa grandes variaciones en la velocidad indicada y en la que la aeronave puede encontrarse momentáneamente fuera de control¨. Y exactamente esto fue lo que vivimos.

 

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Formación de nube cumulus.

 

La Seneca ascendió fácilmente a 500 pies en un parpadear de ojos, uno de mis pasajeros golpeó su cabeza contra el techo mientras el avión se sacudió de lado a lado. Mis manos y las de Terrance se aferraban a la columna de control que parecía desobedecer la fuerza de nuestros músculos. La sacudida duró unos instantes. Al salir de la nube, la calma regresó. Apenado, ofrecí una disculpa por mi mala decisión y me aseguré que todos estuviesen bien. Revisamos que el avión se encontrara en buen estado y que no hubiese sufrido algún daño estructural. Todo parecía encontrarse en buenas condiciones y continuamos el trayecto. Pronto me daría cuenta que esto no había terminado, y mi decisión tendría consecuencias.




Eventualmente el control de radar terminal de Orlando empezó a vectorearnos (asignarnos rumbos y altitudes a seguir) para darnos la separación apropiada con otros aviones y enfilarnos hacia la pista 9 izquierda del aeropuerto de Sanford. Fue en ese momento cuando nos encontramos en un dilema, pues al momento de intentar bajar el tren de aterrizaje, no recibimos la indicación de que este se encontrara abajo y asegurado. Esta indicación (si es que este efectivamente se encuentra en la posición seleccionada) se da por medio de tres luces verdes en nuestro panel de instrumentos, cada una representando una pierna del avión.

Las luces permanecían apagadas. Hicimos un segundo y tercer intento subiendo y bajando el switch que controla su retracción y extensión… nada, no percibimos vibración o sonido alguno que nos indicara movimiento. A través de mi ventana, no podía ver nada en el espejo instalado en el motor que te permite confirmar la posición de las ruedas, pues la oscuridad del atardecer no me lo permitía.

 

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Al enfilarnos hacia la pista 9 izquierda del aeropuerto, no recibimos la indicación de que el tren de aterrizaje se encontrara abajo.

 

Comunicamos la situación a la torre de control y solicitamos realizar un pase bajo sobre la pista para que alguien desde tierra pudiese confirmar la posición del tren de aterrizaje. Después de esta maniobra, el controlador nos informó que ni el, ni un observador desde una camioneta de servicio podían confirmar la extensión de las ruedas. Entonces, pedimos volar hacia una zona libre de tráfico aéreo en donde pudiésemos trabajar el problema, siguiendo los pasos establecidos en el Manual Operacional del avión para extender el tren de aterrizaje de forma manual.

Una vez autorizado proseguimos dirección Norte, para maniobrar sobre el espacio aéreo del Lago Monroe. Ahí seguimos meticulosamente los pasos indicados en el pequeño libro, extendiendo la palanca que libera el tren y realizando virajes ceñidos de hasta 60° de banqueo para generar una fuerza centrifuga de dos veces la fuerza de gravedad para garantizar su extensión. A pesar de todo, no obtuvimos las tres luces verdes que queríamos ver. Lo único que podíamos hacer era intentar el aterrizaje con la incertidumbre de lo que podría suceder.




Por primera vez en mi corta carrera declaré una emergencia al control de tráfico aéreo, informamos nuestras intenciones, solicitamos la pista más larga disponible y también el apoyo de los servicio de emergencia del aeropuerto. Discutimos la posibilidad de que el tren de aterrizaje se colapsara al contacto con la pista, y lo que haríamos si ese fuera el caso. Acordamos aterrizar lo más suave posible. Mientras nos vectoreaban de nuevo alrededor del aeropuerto, podíamos ver las luces de los vehículos de extinción de incendios dirigiéndose hacia a la pista. La única pasajera que teníamos abordo preguntó: ¨¿Qué son todas esas pequeñas luces parpadeantes?¨, a lo que alguien le respondió con mucha calma ¨son solo los bomberos. Están ahí por si acaso¨.

Calma no es precisamente la palabra que utilizaría para describir cómo me sentía, al contrario, podía escuchar a mi corazón latiendo en mis oídos, pero habíamos utilizado todos los recursos que creíamos tener en ese momento. Informé a Terrance y a los pasajeros que estuviesen listos para asumir una posición de seguridad y recordaran como abrir las puertas del avión en caso de que se colapsara el tren de aterrizaje. Unos minutos después realicé uno de los aterrizajes más suaves que he tenido, a pesar de la taquicardia y un cierto temblor en mis manos. El tren de aterrizaje sí había sido asegurado en su posición de aterrizaje y viviríamos para contarlo.

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Se que hoy, con varias horas de vuelo acumuladas, más de las que tenía en aquel entonces haría muchas cosas de forma diferente. Sin embargo, nuestra falta de experiencia fue balanceada con un buen adiestramiento, buen nivel de conocimiento y un gran trabajo en equipo. Gracias a esta experiencia me di cuenta que aún me faltaba un largo camino para recorrer y muchas lecciones que aprender antes de volar aviones llenos de pasajeros a velocidades cercanas a las del sonido. Cada vuelo es una lección y un recordatorio de que en cualquier momento, de forma inesperada, nuestra preparación, conocimiento y desempeño pueden tener las últimas consecuencias.

Ahora, me encontraba aterrizando un Boeing 737 con 164 pasajeros en el Aeropuerto Internacional de Miami, tal vez no tan suave como aquel aterrizaje en la Seneca, pero sí de forma segura. El recuerdo de aquel vuelo con mis amigos regresó a mi mente mientras recorría los pasillos del aeropuerto con mi tripulación. Estando en la alberca del hotel, y durante el atardecer, recibí una llamada telefónica, era Terrance. Con una alegría incontenible en sus palabras, me dio la excelente noticia: después de un estricto adiestramiento con su aerolínea, ese mismo día acababa de aprobar su examen de vuelo en el Bombardier CRJ-700/900 (un turborreactor con capacidad para 70 a 90 pasajeros) con un inspector de la Agencia Federal de Aviación…

…mi amigo al fin era Capitán de un avión de Línea Aérea.