Valió la pena

Por Benjamín Franco Mariscal

Nos acostumbramos a cualquier circunstancia. A no dormir, a comer mal, a permanecer sentados mucho tiempo. Nos ausentamos de eventos familiares, cumpleaños, bodas, y festividades que por muchos años han sido tradiciones. La gente que nos quiere siempre espera nuestro regreso. Ansían tenernos cerca. Nosotros también. Pareciera un sufrimiento constante por el gusto de volar, pero no lo es, porque siempre hay algo que nos hace decir: valió la pena.

El día comenzó con un vuelo rápido saliendo de Ciudad de México con destino a Guadalajara. El piloto fue asignado como pasajero y arribó a su destino a las tres de la tarde. Esa noche se perdería la cena de cumpleaños de su padre. Pero ya está acostumbrado. Así es el trabajo, dicen todos los que laboran en la industria aeronáutica. El piloto descendió de un avión lleno, donde la gente no respetó el recientemente implementado proceso de desembarque, el cual se realiza por filas. Caminó entre tumultos de gente por la terminal aérea hasta salir de la misma y encontrarse con el chofer de la transportación que lo llevaría a su hotel.

—¿Sólo soy yo? —preguntó el piloto después de saludar al señor que lo recibió junto a la camioneta.

—Sí, capi, sólo es usted —el piloto, cuyo rango era el de primer oficial, sintió una comodidad extraña al saber que viajaría solo en la camioneta de ocho pasajeros.

El chofer amablemente recibió las maletas del piloto, las subió a la cajuela e invitó al tripulante a subirse para después ayudarle a cerrar la puerta desde afuera. Por un momento hubo silencio en la camioneta y después de todo el ruido que se escucha en una terminal aérea, el piloto lo utilizó como un momento de introspección. Fue en esos pocos segundos que el primer oficial sintió la fatiga crónica de los vuelos nocturnos del mes y las jornadas largas de los días previos. Bostezó y sintió hambre. Después pensó en la nueva secuencia de seis días fuera de su casa que estaba comenzando. Sin duda sería cansada. Tomó su celular y revisó nuevamente los itinerarios. Se cansó sólo con darse cuenta que al día siguiente tendría que levantarse a las tres de la mañana. Pero el piloto astuto guardó el teléfono y pensó —soy afortunado de tener un gran trabajo en el que me llevan a un hotel donde tendré una habitación propia —. Entonces se olvidó nuevamente de la sensación humana del cansancio.

—¿Cómo se encuentra capi? —preguntó el chofer después de subir a la camioneta.

—Muy bien —contestó el piloto —¿usted?

—Muy bien, muchas gracias, aquí con mucho ánimo trabajando, ya sabe, no hay de otra. 

—Qué bueno —contestó el primer oficial sin intención de continuar la conversación.

El chofer comenzó el viaje de treinta minutos al hotel. Los dos permanecieron en silencio los primeros minutos, con el radio apagado, y con las ventanas cerradas evitando que el ruido de la calle entrara a la camioneta. Al piloto no le incomodaba la ausencia de ruido. Al contrario. Envuelto en sus pensamientos encontraba comodidad en el silencio. Pero el alegre chofer insistió.

—¿Qué le gusta comer cuando viene a Guadalajara?

—¿Comer?

—¿Qué lugares frecuenta, capi?

—Ah pues ya sabe, algún buen lugar de carne, pero no creo salir hoy —contestó de forma apática pensando que probablemente pediría servicio al cuarto para aprovechar el tiempo en descansar. Nuevamente el silencio reinó en la camioneta. Pero el chofer insistió en seguir la conversación.

—Yo llevo poco tiempo trabajando aquí, capi. Antes trabajaba en Uber.

—Ah, qué bien. Pues mucho gusto, amigo.

—Sí, la verdad me gusta mi trabajo. Me gusta conocer personas. Si le contara todas las historias que me pasaron con clientes de Uber.

—¿Cómo qué? —preguntó el piloto. Esta vez con interés. El chofer estaba logrando su objetivo. Conversar.

Al primer oficial no le quedó más remedio que escuchar las historias y mientras lo hacía pensaba en lo bien que las contaba. Era un verdadero cuentista. Lo mantuvo interesado, en suspenso, y aunque los relatos estaban atiborrados de elementos fantasiosos, las historias eran buenas. Llegando al hotel, y antes de bajarse de la camioneta, volvió a reflexionar sobre algo positivo en su trabajo —bueno, mi secuencia ya me dejó algunas buenas historias para escribir —. El primer oficial se volvió a olvidar del cansancio.   

            El piloto llegó a su habitación, acomodó su maleta y maletín, colgó su saco en el armario y comenzó la rutina de llegada a un hotel. Limpió con unas toallas sanitizantes los espacios y superficies donde colocaría sus cosas, sacó la camisa que utilizaría al día siguiente, se quitó el pantalón para después colgarlo. Todo lo realizó con un ritmo estético singular. Se notaba que estaba acostumbrado a esa rutina. La dominaba. Era un experto para mantener el orden de la habitación. Después pidió la comida por teléfono y al colgar la llamada, se dirigió al baño y abrió la llave de la ducha para bañarse. El tiempo fue perfecto. Terminó de bañarse, se secó, se puso ropa cómoda y después tocaron la puerta. Era personal del hotel con sus alimentos. La tarde transcurrió con normalidad. No hubo nuevas aventuras ni anécdotas por contar. El plan era sencillo. Comer, dormir y trabajar temprano al día siguiente. Entonces justo antes de dormir, volvió a reflexionar —qué afortunado soy de tener los alimentos al alcance de una llamada —.

            Afortunadamente, el piloto concilió el sueño a las nueve de la noche. Qué afortunado fue. Descansaría seis horas. Levantarse a las tres de la mañana requiere de mucha disciplina en el sueño, pero algo de suerte también es necesario. El piloto, en este caso, tuvo suerte en dormirse temprano, o eso parecía porque exactamente a las dos de la mañana tocaron su puerta. Primero fueron golpes suaves y tímidos que no lo despertaron. Pero después se convirtieron en golpes a la puerta que lo despertaron con un susto. El sueño tranquilo se vio interrumpido por el ruido de la puerta. El piloto pensó que se había quedado dormido después de la hora prevista y con angustia miró el teléfono. Las dos de la mañana. —¿Qué diablos? —dijo el piloto con enojo. La persona detrás de la puerta seguía tocando como loco por lo que el piloto pensó que podría ser una emergencia. Se levantó de la cama y miró por la mirilla. Un muchacho delgado de cabello largo estaba parado frente a su puerta. —¿Abro? —pensó mientras analizaba la situación. Pero, de un segundo a otro, la persona del otro lado de la puerta miró el teléfono que sostenía con una mano, sacudió la otra, y salió corriendo. El piloto no aguantó más y abrió la puerta.

—¿Por qué tocas como loco? —le gritó.

—Perdón, me equivoqué de puerta —respondió el muchacho corriendo hacia las escaleras de emergencia.

El piloto cerró la puerta sin decir nada y regresó a la cama. Miró nuevamente el reloj. Ya eran las dos de la mañana con quince minutos. —Para qué me duermo, si a las tres de la mañana me iba a levantar —dijo en su mente.

A las tres de la mañana exactamente se levantó de la cama y comenzó el ritual de salida del hotel. Se bañó, se vistió, dobló la ropa que guardaría en la maleta y cuando ya estaba uniformado y con maletas cerradas, se sentó en una silla a esperar que dieran las cuatro de la mañana para bajar al lobby y encontrarse nuevamente con la transportación que lo llevaría al aeropuerto. Aún quedaban un par de minutos.

—¿Qué desayunaré? —dijo el primer oficial —¿Me espero a llegar a Ciudad de México? Mejor aquí en Guadalajara porque seguro me dará hambre. ¿Pero dónde? Es muy temprano y no hay nada abierto —.

El piloto comenzó a bostezar y a sentir los estragos de su sueño interrumpido. Se sintió molesto. Olvidó sus reflexiones sobre lo afortunado que era de tener ese trabajo. Se inundó en una serie de pensamientos negativos sobre el por qué la empresa se esmeraba en poner vuelos tan temprano. Pensó que se la pasaba sentado, sin comer correctamente, sin dormir, cansado y sin poder estar con su familia. Todo por falta de tiempo. Decidió, inconforme, que lo mejor sería comprar un café y un pan en el aeropuerto para despertar. Después miró el primer plan de vuelo de ese día, el cual ya estaba listo en la aplicación de la empresa. No sería mucho tiempo de vuelo, sólo cincuenta minutos. No se pronosticaba mal tiempo y tampoco se preveían demoras. A pesar del cansancio, empezaría muy tranquila su jornada de doce horas de trabajo. El piloto entonces se sintió menos molesto.

Ya estando en el avión se integró con el resto de la tripulación. El capitán era serio, casi parecía molesto. Tal vez no había dormido bien, pensó el primer oficial. Eran cuatro sobrecargos en total, dos eran mujeres y dos hombres. Todos mostraban señas de cansancio crónico debajo de sus ojos. Resultado de jornadas largas y algunas veces poco descanso. Los pasajeros comenzaron a abordar, todos realizaron sus tareas sin contratiempos. El vuelo cerró las puertas a tiempo. El avión fue remolcado y los motores se encendieron. Los pilotos rodaron a la pista y todas las sensaciones humanas de cansancio pasaron a un segundo plano. Las sobrecargos tomaron sus asientos. Los pilotos anunciaron que estaban próximos al despegue. Algunos pasajeros dormían, otros miraban por las ventanillas buscando la mejor fotografía para compartir en sus redes sociales.

El avión despegó y los pilotos navegaban en la oscuridad de la mañana. Pronto se acercaron a su destino. A lo lejos un sol comenzaba a vislumbrarse en el horizonte. El cielo comenzó a pintarse. Como si los colores fueran inyectados en una tela negra, poco a poco fueron tomando camino en el cielo. Como ríos y lagos fueron dejando líneas y manchas de colores. El cielo ya no era negro, ahora era azul. Un azul brillante pero oscuro. Era casi como un zafiro. Un amarillo brillante, casi blanco, y horizontal, separaba la tierra con el cielo. Las nubes casi pegadas al suelo eran grises y sobre de ellas flotaban los dos volcanes que resguardan a la Ciudad de México. Justo en ese momento el capitán dijo las primeras palabras del vuelo —Qué bonito amanecer —y el primer oficial miró el paisaje pensando que su día y el inicio de la secuencia de seis días comenzaba bien después de todo. Se sintió afortunado de vivir el momento que vivía. Todo había valido la pena.

Por Benjamín Franco Mariscal
Primer oficial en equipos Boeing 737. Egresado de la facultad de arte de la Universidad de Auckland en Nueva Zelanda, con especialidad en cine y literatura inglesa. Autor del libro: Todas menos Sofía.